domingo, 30 de diciembre de 2007

Cada noche, cada mes, cada fin de año, diseñaba nuevos proyectos, se marcaba altas metas, imaginaba grandes aventuras, fabricaba sueños en lo que invertía ilusión y esfuerzo. Pero nunca lograba construir sus quimeras. Esta es la gran historia de aquel pequeño hombre, que nunca se pudo escribir porque su mayor éxito radicó en sobrevivir al continuado fracaso.
Hay quien dice que la verdadera historia se ha ido moviendo con el engranaje de hombres de esta envergadura.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Nunca lloré tanto ni tan estúpidamente como aquel veinticinco de diciembre cuando, siendo un niño corrí a buscar mi regalo que estaba debajo del árbol de navidad. Era una caja de cartón adornada con un vistoso lazo rojo. Ávidamente la abrí y con estupefacción vi que estaba casi vacía. Allí no había ninguno de los juguetes que cualquiera de los niños de aquella época habíamos pedido. Allí sólo había un bolígrafo azul y un montón de papeles en blanco. Entonces no lo entendí sino como un castigo. Estuve dos meses sin dirigirle la palabra a mis padres. Me sentí tan solo, tan vacío como la misma caja de cartón y tan desprotegido que, desde entonces, no he hecho otra cosa sino buscar nuevos mundos a través de las palabras.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Érase una vez una mujer que sufría insomnio y se pasaba horas y horas con los ojos cerrados dibujando sueños.
Una noche coloreó de verde los mares y se sumergió en sus olas. Nadó hasta agotarse y se cayó rendida.
Otra noche le dio por teñir de amarillo el cielo y voló como una gaviota alocada hasta que se perdió en el horizonte.
En una ocasión modeló de nuevo todas las pistolas del mundo retorciendo sus cañones en espiral. Desaparecieron todos los cañonazos, se hizo un silencio infinito y placentero, y se durmió en paz.
Pero, una mañana..., una mañana... tan a gusto estaba en sus sueños que se rebeló. Se negó a despertar.

martes, 11 de diciembre de 2007

Siempre intentaba que sus verdaderos sentimientos no afloraran a la piel de su rostro. Cuando cada mañana se lavaba la cara delante del espejo, ensayaba hasta encontrar la mueca que le borrara ante los demás el dolor, el asco y el resentimiento que llevaba escritos en la frente.
Como todas los días, aquella mañana dirigió su cuerpo entumecido hacia la habitación del más pequeño de la familia en cuya casa trabajaba como criada desde el final de la guerra. De su propio hijo se acordaba a lo largo de todo el día, pero muy especialmente en aquellos momentos en los que caminaba por el largo pasillo desde su cuarto de criada hasta la habitación de Luis Alberto, el hijo de los señores. Con los ojos aún legañosos soñaba que caminaba hacia la habitación de su propio hijo, que abriría muy despacio la puerta, que se aproximaría muy despacio a su cama, que se quedaría a su borde viéndolo dormir plácidamente, que le daría un beso en la frente. Pero, al llegar a la puerta de la habitación de Luis Alberto, se peinaba con la uñas alisándose el pelo como si tratara de ahuyentar una pesadilla, respiraba hondo, tosía bajo y giraba despacio la manilla. Con el mismo ritual intentaba olvidar la imagen de su hijo en el hospicio, al que podía visitar un domingo cada tres meses.
Entró en la habitación oscura y se acercó a la ventana para descorrer las cortinas. La luz de la mañana inundó la habitación. Luis Alberto la recibió con los ojos abiertos y vidriosos.
-¿Ya está el señorito despierto?
-Sí. Esta noche he dormido muy mal. He tenido un mal sueño.
-¿Y qué es lo que soñó el señorito?
-Que no podía cumplir un deseo.
-¿Un deseo? -preguntó ella-. El señorito puede desear lo que quiera. Al señorito siempre se le cumplen todos los deseos.
-Pero, no. Éste no podía alcanzarlo. Soñaba que deseaba ser rico y que nunca lo lograría.Y,¿sabes por qué? Porque ya soy rico. ¿Verdad que ya soy muy rico? Es terrible. Ya conozco un deseo que nunca nadie me podrá conceder -le contestó Luis Alberto rompiendo a llorar desconsoladamente.
-Los señoritos no lloran, Luis Alberto. Los niños como usted nunca lloran -le decía ella acariciándole la frente con ternura y dejando huir su mirada por el horizonte que se extendía al otro lado de la ventana para que nadie le notara en el rostro el desprecio profundo que en aquellos momentos sentía.



lunes, 10 de diciembre de 2007

Cuando acabé el instituto, di también por finalizados mis estudios en el conservatorio de música y abandoné la viola en una esquina de mi habitación. Al otoño siguiente, me fui a Madrid a estudiar Periodismo. Desde luego que no me llevé la viola. Había quedado saturada y hasta asqueada, no sentía ningún deseo por coger el arco y pulsar sus cuerdas. Así pasaron dos años.
Una tarde, cuando llegué a mi habitación de la residencia, allí estaba, como si nunca se hubiera movido de aquella esquina, mi viola. Nadie supo explicarme cómo había venido. En todo el año no abrí el estuche y, cuando acabó el curso, la dejé abandonada junto con otros trastos inservibles.
Al año siguiente alquilé un piso y no habían pasado tres días cuando volvió a aparecer mi viola en una de las esquinas de mi nueva habitación. Ya no me sobresalté. La viola, callada y en su rincón, no me molestaba. Ni yo a ella. Cuando acabé la carrera, me fui a Londres para ampliar estudios. Y, ya antes de que yo llegara a mi nueva residencia, allí estaba otra vez mi viola, tranquila, solitaria. Así acabé acostumbrándome a su presencia, pero nunca encontraba ni el momento ni el gusto para abrir su estuche, menos para tocarla. Pero acabamos siendo buenas compañeras de silencios, cada una en su esquina, sin ninguna discusión. Y poco a poco el tiempo acabó por difuminar los agravios y malentendidos de otros tiempos que pudieran haber existido entre las dos.
Desde entonces he viajado por muchas ciudades de todo el mundo. Confieso que lo primero que hacía cuando llegaba a la habitación de un hotel o a mi nueva casa era buscar la viola por alguna esquina. Me acostumbré a su conversación, viéndola allí, siempre a mi lado, sin mostrar inquietud alguna, como quien ha aprendido a sentirse segura de sí misma, cómodamente instalada en su funda.
La tarde que nació mi hija fue diferente. La ginecóloga y las enfermeras debieron de pensar que era una snob o que estaba loca. Cuando más me apretaban los dolores de contracción y no quedaba más que esperar al tiempo, sentí la necesidad por primera vez en muchos años de abrir la cremallera de aquel estuche, ya raído por el trajín de tanto viaje, y me puse a tocar. Nunca había oído un instrumento peor afinado, pero nunca nadie me embargó con tan dulce alivio. Desde aquel día no he realizado un solo viaje sin que ella no me acompañara a mi lado.
Esta mañana mi hija me ha dicho que la viola es mágica, que, cuando la toca, ella le habla. Y yo me he callado, aún no me he atrevido a contarle la historia.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Subí las escaleras. Y toqué el timbre.

Por fin, me había decidido. Subí las escaleras. Y toqué el timbre.

Por fin, me había decidido. Subí las escaleras. Y toqué el timbre. Él no estaba.

Por fin, me había decidido. Subí las escaleras. Y toqué el timbre. Él no estaba. Respiré hondo y hasta me sentí aliviada.

martes, 4 de diciembre de 2007

En una caja de zapatos caben noventa y ocho cuentos y una historia de amor.. pero de esas historias en las que no hay punto y final.

domingo, 2 de diciembre de 2007

-Tráeme la carretilla con la pasta.
-Va.
-¿No te había dicho que me subieras el nivel? Aquí no hay ladrillos suficientes par acabar este paño. Me cago en dios y en la santísima virgen. Así no hay forma de acabar para las cinco.
-Va.
-Y hoy es viernes. Y la hora de salida es sagrada. ¿Te enteras?
-Va.
-Déjalo. No te esfuerces. La hostia... ¡Vaya tía esa! ¿Olé tu padre que te crió para que te la claven y olé tu madre que plantó en el paraíso esas dos tetas como dos banderas! ¿Tú la has visto?
-Va.
-Mira, chaval. Escucha bien, porque te voy a da clases. Esa era de las que hay que atacar de frente. Yo tengo una teoría. ¿Sabes? Las hay que llevan pantalones, apretados, comiéndoles las piernas, marcándoles la raja hasta las entrañas. Pero no te fíes. Su mayor portento son las tetas. ¿No te has fijado cómo se le ajustaba el jersey marcándole los dos meloncitos aún verdes y recién salidos? A esas hay que taladrarlas de frente, ahí tienen su punto de fundición. Luego, están las otras, las que llevan la minifalda hasta el ombligo. Esas son las putas de verdad. A esas hay que derretirlas por abajo. Es cuestión de juguetear con la mano entre las bragas. ¿Tú me entiendes, chaval?
-Va.
-Además, según dice mi primo, que el cabrón es más listo que dios y hasta estudió carrera, están aquellas a las que hay que atacar desde arriba, por la cabeza, esas que tienen pajaritos y nubes entre las cejas, y son más viciosas que todas las demás juntas. Pero, para eso hay que saber, esas no se conforman con cualquier cosa, hay que tener mucha labia y derretirlas primero con las palabras para después joderlas en su propio jugo. Pero, para eso, qué se va a hacer, hay que tener estudios, y yo no estoy preparado.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Esto no es un cuento. Es la puta realidad.
El viejo, con un manchurrón en la camisa a la altura de la abultada barriga y con una sombra en la pernera derecha del pantalón justo debajo de la bragueta producida por el goteo recurrente, apoyaba la mole de su cuerpo sobre el bastón bajo el sol del mediodía. Una joven rumana, de cara ancha y cuerpo regordete, se le acercó y le pidió unas monedas para comer. El viejo le disparó sin venir a cuento cuatro gruesos insultos. La joven insistió con una sonrisa bobalicona y el viejo intentó ahuyentarla levantando el bastón en alto no sin antes hacer malabarismos para mantener su bamboleante cuerpo en equilibrio. La joven le dio la espalda dejando su culo redondeado ante el limitado campo de visión del viejo, que, en un último esfuerzo por renacer de las cenizas, le espetó con su voz aflautada:
-Oye, ¿tú trabajas algo por las noches?
La joven, aun sin entender nada, se dio por aludida y se le acercó con su impertérrita sonrisa bobalicona.
-Te pregunto si trabajas algo por las noches.
La joven, sin saber ni querer decir nada, arqueó su cuerpo apoyándose en el hombro del viejo, que casi se cae de espaldas, y cubrió con una de sus manos las dos del viejo que se apoyaban en el bastón. El viejo babeaba y reblandecía con su humedad la barbilla mal afeitada. Con la otra mano libre, la joven le abrazó por la espalda. La mirada del viejo era digna de uno de los personajes de los "Disparates" goyescos. La mancha del pantalón por debajo de la bragueta rejuvenecía con la orina mal contenida. La dulce estampa duró menos de un minuto. La joven rumana se esfumó con la misma sonrisa. El viejo ni tuvo fuerzas para dedicarle una despedida cariñosa. La cartera, con la pensión del mes recién cobrada en el banco de la esquina, nunca apareció.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Arturo Rocamar, incluso después de que se le perdiera la cabeza en medio de la niebla, andaba a pasos acartonados por el muelle del pueblo, como un velero sin mástil, repitiendo la misma historia a quien quería y también al que no quería escucharla.
La madrugada del 15 de abril de 1931 no acudió al muelle para embarcarse en el pesquero en el que faenaba con rumbo hacia el mar de Irlanda. En la fiesta que siguió a la proclamación de la república en el balcón del ayuntamiento había agarrado tal cogorza que, cuando zarpó su barco, Arturo Rocamar dormía los siete sueños en el pórtico de la iglesia.
-La repúlica me salvó la vida -repetía gangosamente una y otra vez.
A los siete días arribó al puerto la noticia del naufragio de su barco en medio de una tormenta. Murieron doce pescadores. Arturo Rocamar traicionó con su suerte la mala prensa del número trece.

domingo, 18 de noviembre de 2007

-Lo vi, sí, lo vi. Estoy seguro de que no lo hizo para causarle daño. Pero, ¡ya me dirá usted si se lo hizo o no! Porque muerto está. De eso no hay duda, que lo enterramos ayer. Pero de verdad de la buena que no actuó con maldad. Yo creo que él está por encima de eso. Mire usted. Los demás, los que somos normales, sabemos lo que está mal y bien. Claro que hacemos el mal a veces, por hacer daño, por descuido, porque se te va la cabeza, porque en ese momento no viste las cosas claras. Pero él siempre fue distinto. De pequeño ya era así. Si lo sabré yo que nos críamos juntos en el pueblo. Cuando éramos críos ya disfrutaba con prender fuego a las colas de las ratas, o cortales las patas a los saltamontes o sacarle los ojos a los perros. Pero no por maldad. De verdad que no, señor juez. Yo creo que es por otra cosa. A él le gusta mirar. Él es capaz, lo que nosotros no somos, de observar sin pestañear y sin compadecerse cómo los demás se defienden en una situación límite. Y ahora fue lo mismo. Pedro se había caído en el aljibe. O a saber. Igual lo tiró él mismo. Pero en eso no me haga usted ni caso, señor juez, porque eso no lo vi y yo no hablo de las cosas que no veo con estos ojos. ¿Me sigue, señor juez? Yo llegué cuando él estaba ayudando a Pedro a salir del aljibe. Le había arrojado una cuerda y Pedro subió por ella. Faltaba un metro para alcanzar el borde. Pedro se quedó sujeto a la soga con una mano y con la otra intentó coger el brazo que él le extendía hacia abajo. Sólo faltaba un metro. Es que sólo era un metro. O menos. Bien pudiera ser menos. Mire usted, era algo así. No más. Cuando Pedro hizo un último esfuerzo para cogerle, él retiró su mano. Pedro quedó suspendido sobre la negra profundidad del aljibe porque aún tuvo reflejos y pudo agarrarse de nuevo con las dos manos a la cuerda. Él sonrió. Siempre sonríe. Eso es verdad, nunca se enfada. Pues eso, sonrió. Luego, muy despacio, metió la mano en el bolsillo y sacó su navaja. Después de cortar la soga él encorvó el cuerpo hacia adelante, se quedó mirando la oscuridad. Y sonreía. Lo último que oí de Pedro fue un ruido seco en el fondo del aljibe.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Yo viví toda mi vida en la calle de Los Sueños, en el portal 111. Ella, en el 117. Todos los días, sin fallar uno solo, coincidíamos en el café a las tres y cuarto de la tarde. Yo nunca le dirigí la palabra. Y ella nunca cruzó conmigo una sola mirada, por lo que intuyo que me sentía muy cerca. Ella se murió a los ochenta y ocho años. Yo tengo noventa y cuatro y sé que me moriré mañana. Ahora me arrepiento de que nunca me atreviera a hablarle. Lo siento mucho, de veras, mi amor.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

De Policarpio ya hemos hablado en otras ocasiones. De todos es conocida su pasión por las matemáticas y la justicia social. Después del último trabajo del que tenemos noticias, los banqueros le acusaron de terrorista de los números. Y así le fue. Acabó con sus huesos en la cárcel y allí pasó dos años, once meses, tres horas y treinta y tres segundos. El tiempo suficiente para volver a hacer de las suyas. Con su mente matemática reestructuró los talleres de la cárcel de forma que su producción y rentabilidad lograron generar los beneficios suficientes para que cada uno de los trabajadores drogadictos pudieran costearse con dignidad su dependencia.
Prometo seguir informadoos, nada más que lleguen a mis oídos, de las futuras aventuras y peripecias de Policarpio.

sábado, 10 de noviembre de 2007

La Guardia Civil fue a buscarlo al taller de coches donde trabajaba. Su jefe y sus compañeros se quedaron sorprendidos y desorientados. Querían saber de qué cargos le acusaban. No cesaban de repetir que siempre había sido un chico responsable, que trabajaba diez horas al día de lunes a viernes y siete los sábados, que con el sueldo que se ganaba mantenía a su madre alcohólica y abandonada por su padre y a sus cinco hermanas pequeñas, que los únicos placeres que se permitía eran unas cervezas los sábados por las noches e ir al estadio algún domingo al mes a aplaudir a su equipo de fútbol. El cabo que le esposó sus manos embardunadas de grasa cortó por la tagente: -Pues el pájaro éste escondía en la recámara otra de sus aficiones preferidas. -¿Se puede saber de qué se le acusa? -preguntó el dueño del taller erigiéndose amenazador como protector del muchacho. -Explíqueselo usted, mi sargento, explíqueselo -masculló el cabo poniendo punto y final a su sugerencia con un empujón contra la espalda del muchacho que lo encaminaba hacia el furgón. -Pues parece ser que esta mosquita muerta y otros tres de sus amiguetes acababan las noches de los sábados en los lavabos de mujeres. Previamente, seleccionaban a una chica que estuviera con su novio. Cuando ella iba a los servicios, se acercaban a su pareja para avisarle de que su chica se había indispuesto. Y, cuando el novio acudía en su ayuda, el entretenimiento favorito de estos cuatro elementos era violar a la chica en su presencia. Curioso entretenimiento. ¿Verdad? Ahora sólo se oía el motor encendido de un coche al que le estaban comprobando el cambio del tubo de escape. -El que de vosotros tenga alguna hija, que no deje de preguntarle si alguna noche ella fue la afortunada -cortó el silencio el cabo, ya desde lejos, al mismo tiempo que cerraba la puerta del furgón con un golpe seco.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Mi tío abuelo Noberto bebía siempre hasta el fondo del vaso. Decía que buscaba no el paraíso perdido, porque nunca había disfrutado de nada parecido a tal nombre, sino aquel que aún estaba por llegar.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Érase una vez una niña que inventaba sus sueños. Durante años su único juguete fue una caja de hojalata llena de lapiceros de colores. Sentada frente a la ventana, pasaba las horas iventando historias en las que los protagonistas eran los lapiceros que iban cobrando vida con sus nombres propios y sus peripecias, sus miedos y sus deseos.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Tomás del Arco, un tipo ordenado, meticuloso y alérgico a los imprevistos, no ha muerto porque no le dio tiempo a prever su muerte.
Cuando llegó a la cuarentena, consideró su cumpleaños como una señal de alarma y decidió ser tanjantemente riguroso con el proyecto de la vida que aún le quedaba por delante.
Planificaba cada uno de sus días futuros con tanta precisión y distribuyendo cada hora y hasta cada minuto que tardaba en la proyección más que el tiempo de su realización. Su obsesión por el orden y su nerviosismo ante las casualidades le empujó a planificar con antelación no el día a día sino año a año. El problema fue que vislumbrar trescientos sesenta y cinco días, anotando en su cuaderno lo que debía hacer y sentir instante a instante, le llevaba el tripe o el cuatiple de su tiempo.
Al cumplir los cincuenta, planificaba sus cuarenta y dos años; y, cuando le cayeron los sesenta, intentaba vislumbrar el futuro de los cuarenta y cinco.
La muerte lo encontró enamorándose por primera vez entre las hojas del cuaderno en el que iba anotando el futuro. Su mujer no pudo ir al entierro porque se había muerto hacía veinte años y en la vida real aún no se había proyectado el fotograma de su encuentro.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Cuando cumplí dieciocho años, abrí la caja de cartón que mi abuelo me había dejado en herencia. Entonces vi mi futuro.

domingo, 28 de octubre de 2007

El poeta escribió un verso y las letras empezaron a pelearse entre ellas por ver cuál era más importante.
La "e" reclamaba para sí el primer puesto, porque era el principio de todo, incluso de la palabra "esperanza".
La "a" de "amor" no albergaba duda alguna de su privilegio: de su origen salía lo más bonito del mundo.
La "o" andaba un poco mustia, pues no sabía muy bien por qué palabra combatir, si por la "o" de "amor", en competencia con la "a", o por la "o" de "ilusión".
La "i" puso el punto sobre la discusión, alegando que sin las palabras anteriores no merecía la pena la vida pero que sin su participación en la palabra "morir" nunca existirían las demás porque la vida no encontraría nunca su sentido.
Y el verso volaba solo. El poeta se quedó atónito.

viernes, 26 de octubre de 2007

Me han hablado de un escritor joven que merece realmente la pena. No utiliza ni una sola letra.
Es un tipo que se inventa una historia y, en vez de escribirla, se pone a vivirla, se disfraza, se adapta, y se introduce en sus carnes.
Algunos críticos literarios, ya se sabe, lo tildan de oportunista, un simple actor, y mediocre.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Eutimio se jubilaba al día siguiente y en herencia le dejaba a su hijo el oficio de toda su vida.
Los segundos se escapaban. Eutimio pensó que, si no actuaba con determinación y rapidez, los dos volarían por los aires. Así se comporta el destino.
Era su último día de trabajo. Hasta entonces la faena había sido realizada con la acostumbrada rutina. Aquel tajo no presentaba dificultad. Habían perforado tres agujeros limpios y habían colocado sin contratiempos los cartuchos de dinamita. Eutimio, antes de prender la mecha, como había hecho durante toda su vida , había echado una ojeada a su alrededor, para ver si se le había pasado por alto algún detalle o si el camino de la huida estaba libre y sin obstáculos.
O ahora o nunca.
Hasta entonces no había permitido que su hijo saliera el último. Pero, al día siguiente, se enfrentaría él solo al peligro y sería mejor que la primera vez prendiera la mecha delante de él. Pero el destino siempre acaba por ser traicionero. Al comenzar el chisporroteo, la pared del fondo, la misma que habían perforado para albergar los cartuchos, crujió. El derrabe levantó una polvareda negra y les dejó a ciegas. Eutimio oyó el grito de dolor. Cuando abrió de nuevo los ojos, vio la mano de su hijo aprisionada bajo un bloque de carbón.
Ya no quedaba tiempo. Sabía bien lo que tenía que hacer. Los cartuchos de dinamita estaban a punto de estallar. Se quitó el cinturón. Le hizo un torniquete. Metió la mano en el bolsillo y sacó la navaja. Daría un corte certero.
Miró a su hijo a los ojos. El polvo negro les había resecado los lacrimales.
Eutimio apretó el mango de la navaja, hasta hacerse daño. Y de un tajo seco le sajó la mano. Inmediatamente taponó el chorro de sangre con su camisa y cargó sobre la espalda el cuerpo del muchacho.
Cuando habían recorrido la distancia que les ponía al otro lado del peligro, oyeron en el fondo de la mina la explosión que por esta vez les perdonaba la vida.

lunes, 22 de octubre de 2007

-Dime una letra.
-La "c".
-Dame otra.
-La "v".
-Le daremos candela a la vida.
-Y el tiempo se encargará de consumirla igual que un cigarrillo.

sábado, 20 de octubre de 2007

Mi padre siempre fue un pedante que se empeñó, desde que era una niña, en que lo más importante era la lectura. No cesaba de echarme en cara mi ignorancia. Durante la adolescencia, la principal causa de los enfrentamientos con él era mi falta de afición a los libros. Nunca le satisfizo que en el instituto sacara buenas notas y superara mis estudios universitarios con mejor calificación que la que él había alcanzado. Al final, se rindió y, entonces, yo empecé a leer cada vez con mayor avidez.
Luego, la volvió a tomar conmigo por otro motivo. Decía que poseía muy buenas cualidades para escribir y que era lástima que no las aprovechara. Anduvo detrás de mí para que escribiera cualquier cosa, le daba igual el qué, pero que escribiera. A mí todo aquello me parecía la mayor de las estupideces.
Cuando me marché de su casa, me liberé felizmente del agobio y de la presión enfermiza a la que siempre me había visto sometida.
Como despedida, mi padre tuvo el detalle de hacerme el más increíble de los regalos. Su egoísmo, sus propias frustraciones, su falta de escrúpulos y de respeto hacia mí, su locura, qué sé yo, le llevó al extremo de robarme mis diarios, lo único que había escrito hasta entonces, espejos de mi intimidad que yo había ido redactando desde que era una niña, y pubicarlos con mi propio nombre en una editorial de una amiga suya, dejándome literalmente desnuda frente al mundo.
Para mí, esta última actuación suya había traspasado el límite admisible, y dejé de hablarle, nunca más le visité ni le llamé por teléfono. Se quedó solo.
Pero la publicación de mis diarios fue un éxito y me llovieron las ofertas para la publicación de un nuevo libro. No sé por qué lo hice, imagino que por demostrarle que, si me lo proponía, también sabía escribir otras historias. Desde entonces, no dejé de inventar mundos.
Estos es, señoras y señores, lo que hoy, al recibir este premio a toda mi carrera literaria, quería contarles. Y, como ustedes verán, también en esto se salió con la suya el cabrón de mi padre.
Muchas gracias.

domingo, 14 de octubre de 2007

Aurora Amasol fue una niña distinta a las demás. Al año le leía a su abuela libros de recetas del siglo XIX para ayudarla en el trabajo de la cocina. A los dos años y medio entretenía sus juegos interpretando en voz alta el "Poema de Mío Cid" o "La Auracana". A los cinco, andaba releyendo por las esquinas de la casa el "Quijote", unas veces riéndose a carcajadas, otras reconcentrada en alguno de sus párrafos. A los diez años, mediante una orden directa del Ministro de Educación, ingresó en la facultad de Ciencias Matemáticas; a los doce, acabó la licenciatura con matrícula de honor. Inmediatamente, comenzó su doctorado.
Aurora Amasol cultivaba la costumbre de registrar todas las noches en un cuaderno los episodios más importantes de su vida. Su escritura se destacaba por una prosa detallista, un desarrollo conceptual sólo aparentemente sencillo y con las piezas justas, una precisión sin equívoco alguno en el uso de las palabras. Pero una noche a Aurora Amasol se le atravesaron las líneas de su escritura. Narraba lo que le había sucedido aquella mañana. Al entrar en la facultad, había tropezado en el último escalón y se cayó. En su ayuda había acudido un chico de segundo curso pero mucho mayor que ella.
Se empezó a oscurecer el blanco del papel precisamente cuando intentaba definir el sentimiento exacto que aquel chico le había incrustado por todo el cuerpo. Dudó, escribió y borró, siguió pensando, acudió a varios diccionarios, y no encontró la palabra exacta. Así continuó varios días dedicada exclusivamnte a buscar una palabra, sólo una, que simbolizara con fidelidad lo que había sentido cuado apareció aquel chico para ayudarla a levantarse del suelo. Libros de todo tipo se le fueron amontanando sobre la mesa. Ella no salía de la habitación. Estaba convencida de que la única manera de enfrentarse a aquella nueva situación era concocer con transparencia lo que le había sucedido. Su único alimento era un café caliente por la mañana y un vaso de leche fría que su madre le llevaba por las noches. Nunca halló lo que anhelaba con todas sus fuerzas. Y la ignorancia la paralizó, el miedo le impedía actuar. Un día al amanecer su madre la encontró dormida para siempre. El chico desconocido nunca se enteró de la verdadera historia de Aurora Amasol.

viernes, 12 de octubre de 2007

Aquella noche soñé que, a la mañana siguiente, me levantaba y salía a la calle.
Percibí que la gente me miraba con asombro. Apenas había andado unos pasos cuando me percaté de que iba desnudo, completamente manifiesto. Y no me importaba nada.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Mi abuelo siempre me recordaba lo sagrado que era la amistad y no paraba de contarme aventuras para que comprendiera lo importante que era poder considerar a alguien como un verdadero amigo. Una de aquellas historias que nunca llegó a olvidárseme, quizás porque ya de niño me parecía absurdamente trágica, trataba de dos hombres, uno de los cuales había renunciado a su novia, a la cual amaba hasta quemarse, porque se había enterado de que también le gustaba a su amigo, quien dos meses después empezó a salir con ella y un año más tarde se casó.
Ayer supe, sin realmente quererlo, que el hombre que había sido capaz de ceder la novia a su amigo era mi propio abuelo. Desde entonces, miro con pena a mi abuela y no dejo de preguntarme si fue de verdad amada por la persona que hasta ahora más he admirado y respetado en mi vida.
Cuando tenía nueve años, mi padre se quedó en paro e hipotecado hasta las cejas. El banco se nos llevó la casa, el coche y aun más cosas de las que poseíamos.
A pesar de no disponer ni de calderilla, al aparecer los primeros vientos y llegar el día de mi cumpleaños, mi padre se las arregló para que a mí no me faltara un regalo.
Era una caja de madera, grande y hueca, con dos agujeros redondos en una de sus caras. Se llamaba la caja de los sueños. Mi padre la había construido y fue él mismo quien puso las reglas del juego: debía introducir los brazos en la oquedad de la caja a través de los agujeros, apoyar la frente sobre la madera fría y soñar todo aquello que yo deseara.
Al principio, me pareció un juguete demasiado sencillo y soso. La caja no pesaba nada y la madera estaba sin lijar ni pintar. Pero, durante muchos años fue mi juego preferido y con él me pasaba las horas tontas transformándolas en mis fantasías.
Aún la conservo. Mis hijas no quieren jugar con ella porque dicen que es muy pesada y que apenas pueden arrastrarla. De hecho, ya me lo había advertido mi padre: cada sueño que fabriques quedará en la caja y ésta irá aumentando de peso.
Cualquier día de éstos me pondré a construir una nueva caja de los sueños para mis hijas.

miércoles, 3 de octubre de 2007

-Tu abuelo Armando había nacido con un don. No podía mirar a nadie a los ojos porque decía que en sus pupilas veía sus miserias, y se deprimía mucho. El día que comenzamos a salir de novios me confesó que era la primera vez que era capaz de aguantar la mirada de otra persona porque en mis ojos sólo veía su reflejo. Y, desde entonces, no nos separamos un solo día. Hasta ayer. Y ahora, cariño, duérmete, que mañana será otro día.
Según iba escribiendo, las letras se iban transformando materialmente en aquella mujer y en aquel hombre que describía y, según la tinta de su pluma teñía el papel, los dos enamorados se cogían de las manos y se abrazaban.
Sintió una nostalgia insufrible.Tiró la pluma sobre la mesa, agarró el papel, lo rompió en cuatro pedazos y lo tiró al fuego.
Fue precisamente en aquel momento cuando rompió a llorar porque se dio cuenta de que en aquella otra ocasión de hacía ya mucho tiempo tampoco había sido lo suficientemente valiente.

domingo, 30 de septiembre de 2007

Al borde de la muerte, después de todas las batallas y aventuras de su vida, le dio por pensar que no había habido tiempo más emocionante que aquella eternidad durante la cual no acababa de decidirse a decir te amo a aquella mujer que ahora le clavaba en los suyos sus ojos húmedos.

viernes, 21 de septiembre de 2007

La soledad le daba alergia. Sin pérdida de tiempo recogió en correos el paquete. Tenso por la emoción abrió la caja y sacó con el mayor cuidado el águila y la golondrina mecánica. Siguiendo el manual de instruciones las entrelazó ajustadamente poniendo el máximo ciudado en que el aspa girara a la izquierda, bien atornillada al pico de la golondrina. No podía esperar más. Le devoraban unas irresistibles ganas de volar. Sólo faltaba que soplase una ligera racha de viento.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Sergio llevaba un mes obnubilado con la historia. De cada día apenas le quedaba tiempo para comer y dormir un par de horas.
Y el libro acabó por encariñarse con el niño. Una noche, el libro se abrió solo sobre la mesa, alargó las tapas como dos manos gigantescas, lo agarró por los hombros y lo sumergió en las profundidades de su interior.


jueves, 13 de septiembre de 2007

Aburrido, el niño subió al desván. En una esquina encontró una maleta vieja. La abrió. En su interior había un montón de letras de colores. Se pasó toda la tarde haciendo castillos de palabras. Cuando había conseguido una construcción que le gustaba, se quedaba quieto, contemplándola ensimismado. Después, le daba un manotazo y comenzaba de nuevo a mezclar las letras hasta levantar un castillo nuevo.
Durante la cena, el niño comentó el hallazgo de la maleta en el desván y el descubrimiento de un juego distinto. El padre, preocupado por la excesiva imaginación de su hijo, le cortó en seco:
-Eso son cuentos.
-Lo mismo pensé yo -respondió el niño.

José Ramón llevaba tiempo tramando su estrategia. Actuaría con ataques agresivos e hirientes; al final, sólo quedaría la puntilla.

Cuando abrió la puerta, su mujer estaba colgando el teléfono. Todavía llegó a oírle la despedida.
-Necesitaríamos un milagro.
José Ramón atacó desde el principio y con dureza. Había decidido que aquel sería el día decisivo.
-¿Todavía no está la cena? No me extraña, te pasas el día hablando por teléfono.
-Claro que ya está, cariño -respondió Julia-. De hecho yo ya he cenado. Me asaltó el hambre de repente y no pude resistirme.
-Pero, ¿es que no ves cómo te estás poniendo? -José Ramón aprovechó la oportunidad que se le presentaba-. Acabarás como una foca, porque el estatuto de gorda ya lo has conseguido con holgura.
-Tienes razón. He de cuidarme. Si no, dejaré de gustarte. Y todo por mi culpa. Pero es que...
Esta era la ocasión de una victoria definitiva: lograr que admitiera sus defectos y cortarle la retirada.
-La verdad es que ya lo has conseguido.
-¿El qué, cielo? -preguntó la mujer no queriendo creer lo que estaba escuchando. Sería demasiada suerte.
-Está muy claro -apuntilló su marido-. Ya no me gustas. Por no cuidarte, porque parece que no te importa nada nuestra relación -debía ser sibilinamente lacerante en su razonamiento y certero en su golpe final- lo has estropeado todo. ¿Cómo voy a estar enamorado de una mujer así? Precisamente hoy, ya he tomado la decisión, porque lo que no quiero es engañarte con mis sentimientos.
El resto le resultó fácil. Así no podían seguir. Una relación se mantiene con el esfuerzo de los dos y ella no había luchado para captar la admiración y el deseo de su marido. Al final, no sólo la llamó foca sino ballena varada. Casi se arrepintió de utizar más crueldad que la estrictamente necesaria, pero ella se echó a llorar y, entre suspiros, le dijo que no se preocupara por ella porque entendía perfectamente que quisiera separarse.
José Ramón, aliviado con el resultado obtenido y reconfortado por la facilidad con la que había conseguido la victoria, se fue de casa aquella misma noche. Ahí empezaba su libertad.
A la semana siguiente, cuando estaba comiendo en el bar de la esquina, solo y, a decir verdad, aburrido, porue su compañera de trabajo, veintitrés años menor que él, había rechazado con cierta soberbia su invitación, vio pasar al otro lado del cristal a toda una hembra. Se sentía libre y feliz: ahora todas las mujeres estaban a su alcance. Luego, antes de que la figura de la mujer desapareciera de su vista, quiso encontrarle cierto parecido con alguna otra mujer conocida. Y, cuando abrió bien los ojos justo en el momento en que aquella imagen se volatizaba, fue cuando ella acarició la oreja a su acompañante de una forma como no había viso hacer a ninguna otra mujer salvo a una.
-Coño, pero si es mi Julia. Y la muy puta va con otro maromo.
Hasta que la sopa no se le quedó congelada la sopa en el plato, José Ramón no dejó de darle vueltas a lo que le había escuchado a su mujer la última noche cuando él había llegado a casa y ella estaba a punto de colgar el teléfono: "Necisitaríamos un milagro".
-Y yo,como un gilipollas, se o puse a huevo -murmuró de tal modo que todo el mundo le oyó.


Nunca más hablamos de lo sucedido. Los mayores impusieron silencio a los niños y el alcalde, a todos.
Amado Castillo Astralabán había anunciado su suicidio con mucha antelación. Pero nadie lo escuchó.
Aquel viernes, a las ocho y media de la tarde, subió hasta la torre del campanario. Al principio, nadie se percató de que era la hora señalada; más tarde, las risas de algunos y los gritos de asombro de los otros congregaron alrededor de la torre a todo el pueblo.
Cuando el reloj del ayuntamiento dio el toque de la media, Amado Castillo Astralabán miró hacia abajo y se clavó en los ojos de su madre que había sido la última en llegar. Fueron unos instantes interminables de incertidumbre y de silencio. De pronto, la madre se puso a llorar desesperadamente, con un ataque de rabia irrefrenable, igual que una niña desconsolada. Su hijo le respondió con un grito desgarrador que nos cortó la respiración a todos los presente y, acto seguido, se lanzó al vacío.
A partir de entonces nadie pudo hablar de lo sucedido. El alcalde comentó que no quería que el pueblo se llenara de curas, buscavidas y periodistas. El milagro debería quedar en secreto.
Pero no hay olvido.
Todos los siete de septiembre se reúne el pueblo entero bajo la torre de la iglesia, y mira, callado, aún sobrecogido, hacia el punto infinito del cielo por donde se escapó Amado Castillo Astralabán.
Nadie habla.
Sólo de vez en cuando algún niño se atreve a preguntar en voz baja a su padre:
-¿Verdad, papá, que Amado Castillo Astralabán cayó hacia arriba?