jueves, 29 de noviembre de 2007

Esto no es un cuento. Es la puta realidad.
El viejo, con un manchurrón en la camisa a la altura de la abultada barriga y con una sombra en la pernera derecha del pantalón justo debajo de la bragueta producida por el goteo recurrente, apoyaba la mole de su cuerpo sobre el bastón bajo el sol del mediodía. Una joven rumana, de cara ancha y cuerpo regordete, se le acercó y le pidió unas monedas para comer. El viejo le disparó sin venir a cuento cuatro gruesos insultos. La joven insistió con una sonrisa bobalicona y el viejo intentó ahuyentarla levantando el bastón en alto no sin antes hacer malabarismos para mantener su bamboleante cuerpo en equilibrio. La joven le dio la espalda dejando su culo redondeado ante el limitado campo de visión del viejo, que, en un último esfuerzo por renacer de las cenizas, le espetó con su voz aflautada:
-Oye, ¿tú trabajas algo por las noches?
La joven, aun sin entender nada, se dio por aludida y se le acercó con su impertérrita sonrisa bobalicona.
-Te pregunto si trabajas algo por las noches.
La joven, sin saber ni querer decir nada, arqueó su cuerpo apoyándose en el hombro del viejo, que casi se cae de espaldas, y cubrió con una de sus manos las dos del viejo que se apoyaban en el bastón. El viejo babeaba y reblandecía con su humedad la barbilla mal afeitada. Con la otra mano libre, la joven le abrazó por la espalda. La mirada del viejo era digna de uno de los personajes de los "Disparates" goyescos. La mancha del pantalón por debajo de la bragueta rejuvenecía con la orina mal contenida. La dulce estampa duró menos de un minuto. La joven rumana se esfumó con la misma sonrisa. El viejo ni tuvo fuerzas para dedicarle una despedida cariñosa. La cartera, con la pensión del mes recién cobrada en el banco de la esquina, nunca apareció.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Arturo Rocamar, incluso después de que se le perdiera la cabeza en medio de la niebla, andaba a pasos acartonados por el muelle del pueblo, como un velero sin mástil, repitiendo la misma historia a quien quería y también al que no quería escucharla.
La madrugada del 15 de abril de 1931 no acudió al muelle para embarcarse en el pesquero en el que faenaba con rumbo hacia el mar de Irlanda. En la fiesta que siguió a la proclamación de la república en el balcón del ayuntamiento había agarrado tal cogorza que, cuando zarpó su barco, Arturo Rocamar dormía los siete sueños en el pórtico de la iglesia.
-La repúlica me salvó la vida -repetía gangosamente una y otra vez.
A los siete días arribó al puerto la noticia del naufragio de su barco en medio de una tormenta. Murieron doce pescadores. Arturo Rocamar traicionó con su suerte la mala prensa del número trece.

domingo, 18 de noviembre de 2007

-Lo vi, sí, lo vi. Estoy seguro de que no lo hizo para causarle daño. Pero, ¡ya me dirá usted si se lo hizo o no! Porque muerto está. De eso no hay duda, que lo enterramos ayer. Pero de verdad de la buena que no actuó con maldad. Yo creo que él está por encima de eso. Mire usted. Los demás, los que somos normales, sabemos lo que está mal y bien. Claro que hacemos el mal a veces, por hacer daño, por descuido, porque se te va la cabeza, porque en ese momento no viste las cosas claras. Pero él siempre fue distinto. De pequeño ya era así. Si lo sabré yo que nos críamos juntos en el pueblo. Cuando éramos críos ya disfrutaba con prender fuego a las colas de las ratas, o cortales las patas a los saltamontes o sacarle los ojos a los perros. Pero no por maldad. De verdad que no, señor juez. Yo creo que es por otra cosa. A él le gusta mirar. Él es capaz, lo que nosotros no somos, de observar sin pestañear y sin compadecerse cómo los demás se defienden en una situación límite. Y ahora fue lo mismo. Pedro se había caído en el aljibe. O a saber. Igual lo tiró él mismo. Pero en eso no me haga usted ni caso, señor juez, porque eso no lo vi y yo no hablo de las cosas que no veo con estos ojos. ¿Me sigue, señor juez? Yo llegué cuando él estaba ayudando a Pedro a salir del aljibe. Le había arrojado una cuerda y Pedro subió por ella. Faltaba un metro para alcanzar el borde. Pedro se quedó sujeto a la soga con una mano y con la otra intentó coger el brazo que él le extendía hacia abajo. Sólo faltaba un metro. Es que sólo era un metro. O menos. Bien pudiera ser menos. Mire usted, era algo así. No más. Cuando Pedro hizo un último esfuerzo para cogerle, él retiró su mano. Pedro quedó suspendido sobre la negra profundidad del aljibe porque aún tuvo reflejos y pudo agarrarse de nuevo con las dos manos a la cuerda. Él sonrió. Siempre sonríe. Eso es verdad, nunca se enfada. Pues eso, sonrió. Luego, muy despacio, metió la mano en el bolsillo y sacó su navaja. Después de cortar la soga él encorvó el cuerpo hacia adelante, se quedó mirando la oscuridad. Y sonreía. Lo último que oí de Pedro fue un ruido seco en el fondo del aljibe.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Yo viví toda mi vida en la calle de Los Sueños, en el portal 111. Ella, en el 117. Todos los días, sin fallar uno solo, coincidíamos en el café a las tres y cuarto de la tarde. Yo nunca le dirigí la palabra. Y ella nunca cruzó conmigo una sola mirada, por lo que intuyo que me sentía muy cerca. Ella se murió a los ochenta y ocho años. Yo tengo noventa y cuatro y sé que me moriré mañana. Ahora me arrepiento de que nunca me atreviera a hablarle. Lo siento mucho, de veras, mi amor.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

De Policarpio ya hemos hablado en otras ocasiones. De todos es conocida su pasión por las matemáticas y la justicia social. Después del último trabajo del que tenemos noticias, los banqueros le acusaron de terrorista de los números. Y así le fue. Acabó con sus huesos en la cárcel y allí pasó dos años, once meses, tres horas y treinta y tres segundos. El tiempo suficiente para volver a hacer de las suyas. Con su mente matemática reestructuró los talleres de la cárcel de forma que su producción y rentabilidad lograron generar los beneficios suficientes para que cada uno de los trabajadores drogadictos pudieran costearse con dignidad su dependencia.
Prometo seguir informadoos, nada más que lleguen a mis oídos, de las futuras aventuras y peripecias de Policarpio.

sábado, 10 de noviembre de 2007

La Guardia Civil fue a buscarlo al taller de coches donde trabajaba. Su jefe y sus compañeros se quedaron sorprendidos y desorientados. Querían saber de qué cargos le acusaban. No cesaban de repetir que siempre había sido un chico responsable, que trabajaba diez horas al día de lunes a viernes y siete los sábados, que con el sueldo que se ganaba mantenía a su madre alcohólica y abandonada por su padre y a sus cinco hermanas pequeñas, que los únicos placeres que se permitía eran unas cervezas los sábados por las noches e ir al estadio algún domingo al mes a aplaudir a su equipo de fútbol. El cabo que le esposó sus manos embardunadas de grasa cortó por la tagente: -Pues el pájaro éste escondía en la recámara otra de sus aficiones preferidas. -¿Se puede saber de qué se le acusa? -preguntó el dueño del taller erigiéndose amenazador como protector del muchacho. -Explíqueselo usted, mi sargento, explíqueselo -masculló el cabo poniendo punto y final a su sugerencia con un empujón contra la espalda del muchacho que lo encaminaba hacia el furgón. -Pues parece ser que esta mosquita muerta y otros tres de sus amiguetes acababan las noches de los sábados en los lavabos de mujeres. Previamente, seleccionaban a una chica que estuviera con su novio. Cuando ella iba a los servicios, se acercaban a su pareja para avisarle de que su chica se había indispuesto. Y, cuando el novio acudía en su ayuda, el entretenimiento favorito de estos cuatro elementos era violar a la chica en su presencia. Curioso entretenimiento. ¿Verdad? Ahora sólo se oía el motor encendido de un coche al que le estaban comprobando el cambio del tubo de escape. -El que de vosotros tenga alguna hija, que no deje de preguntarle si alguna noche ella fue la afortunada -cortó el silencio el cabo, ya desde lejos, al mismo tiempo que cerraba la puerta del furgón con un golpe seco.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Mi tío abuelo Noberto bebía siempre hasta el fondo del vaso. Decía que buscaba no el paraíso perdido, porque nunca había disfrutado de nada parecido a tal nombre, sino aquel que aún estaba por llegar.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Érase una vez una niña que inventaba sus sueños. Durante años su único juguete fue una caja de hojalata llena de lapiceros de colores. Sentada frente a la ventana, pasaba las horas iventando historias en las que los protagonistas eran los lapiceros que iban cobrando vida con sus nombres propios y sus peripecias, sus miedos y sus deseos.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Tomás del Arco, un tipo ordenado, meticuloso y alérgico a los imprevistos, no ha muerto porque no le dio tiempo a prever su muerte.
Cuando llegó a la cuarentena, consideró su cumpleaños como una señal de alarma y decidió ser tanjantemente riguroso con el proyecto de la vida que aún le quedaba por delante.
Planificaba cada uno de sus días futuros con tanta precisión y distribuyendo cada hora y hasta cada minuto que tardaba en la proyección más que el tiempo de su realización. Su obsesión por el orden y su nerviosismo ante las casualidades le empujó a planificar con antelación no el día a día sino año a año. El problema fue que vislumbrar trescientos sesenta y cinco días, anotando en su cuaderno lo que debía hacer y sentir instante a instante, le llevaba el tripe o el cuatiple de su tiempo.
Al cumplir los cincuenta, planificaba sus cuarenta y dos años; y, cuando le cayeron los sesenta, intentaba vislumbrar el futuro de los cuarenta y cinco.
La muerte lo encontró enamorándose por primera vez entre las hojas del cuaderno en el que iba anotando el futuro. Su mujer no pudo ir al entierro porque se había muerto hacía veinte años y en la vida real aún no se había proyectado el fotograma de su encuentro.