jueves, 13 de septiembre de 2007

Nunca más hablamos de lo sucedido. Los mayores impusieron silencio a los niños y el alcalde, a todos.
Amado Castillo Astralabán había anunciado su suicidio con mucha antelación. Pero nadie lo escuchó.
Aquel viernes, a las ocho y media de la tarde, subió hasta la torre del campanario. Al principio, nadie se percató de que era la hora señalada; más tarde, las risas de algunos y los gritos de asombro de los otros congregaron alrededor de la torre a todo el pueblo.
Cuando el reloj del ayuntamiento dio el toque de la media, Amado Castillo Astralabán miró hacia abajo y se clavó en los ojos de su madre que había sido la última en llegar. Fueron unos instantes interminables de incertidumbre y de silencio. De pronto, la madre se puso a llorar desesperadamente, con un ataque de rabia irrefrenable, igual que una niña desconsolada. Su hijo le respondió con un grito desgarrador que nos cortó la respiración a todos los presente y, acto seguido, se lanzó al vacío.
A partir de entonces nadie pudo hablar de lo sucedido. El alcalde comentó que no quería que el pueblo se llenara de curas, buscavidas y periodistas. El milagro debería quedar en secreto.
Pero no hay olvido.
Todos los siete de septiembre se reúne el pueblo entero bajo la torre de la iglesia, y mira, callado, aún sobrecogido, hacia el punto infinito del cielo por donde se escapó Amado Castillo Astralabán.
Nadie habla.
Sólo de vez en cuando algún niño se atreve a preguntar en voz baja a su padre:
-¿Verdad, papá, que Amado Castillo Astralabán cayó hacia arriba?

No hay comentarios: