sábado, 3 de noviembre de 2007

Tomás del Arco, un tipo ordenado, meticuloso y alérgico a los imprevistos, no ha muerto porque no le dio tiempo a prever su muerte.
Cuando llegó a la cuarentena, consideró su cumpleaños como una señal de alarma y decidió ser tanjantemente riguroso con el proyecto de la vida que aún le quedaba por delante.
Planificaba cada uno de sus días futuros con tanta precisión y distribuyendo cada hora y hasta cada minuto que tardaba en la proyección más que el tiempo de su realización. Su obsesión por el orden y su nerviosismo ante las casualidades le empujó a planificar con antelación no el día a día sino año a año. El problema fue que vislumbrar trescientos sesenta y cinco días, anotando en su cuaderno lo que debía hacer y sentir instante a instante, le llevaba el tripe o el cuatiple de su tiempo.
Al cumplir los cincuenta, planificaba sus cuarenta y dos años; y, cuando le cayeron los sesenta, intentaba vislumbrar el futuro de los cuarenta y cinco.
La muerte lo encontró enamorándose por primera vez entre las hojas del cuaderno en el que iba anotando el futuro. Su mujer no pudo ir al entierro porque se había muerto hacía veinte años y en la vida real aún no se había proyectado el fotograma de su encuentro.

No hay comentarios: