jueves, 10 de enero de 2008

En el otoño de 1949 los últimos maquis caíamos en retirada. Las botas de la Guardia Civil franquista nos pisaba mortalmente los talones. Nuestra última esperanza era huir y cruzar la frontera.
Aquel trece de octubre me taladró el pecho la emoción más intensa de mi vida. Siempre había tenido miedo de no ser lo suficientemente valiente para cumplir mi palabra. Pero, cuando llegó el momento, apreté el gatillo con decisión y sin dudar. Me sentí aliviado.
Monte arriba los guardias civiles galopaban sobre nuestras espaldas. Pablo cayó sobre un mar de helechos, herido en una pierna. Lo intentó pero no pudo levantarse. Yo retrocedí unos pasos hasta su encuentro.
-Ya sabes lo que has de hacer.
Colgué al hombro la ametralladora,saqué de la cartuchera mi pistola y apunté a su sien izquierda.
-De frente, Andrés. Quiero ver tu última sonrisa.
El revoloteo de mil alas negras ahogó en el bosque el eco del disparo.

domingo, 6 de enero de 2008

(Sobre un relato de Forges en la radio.)
Cuando aquella tarde me preguntaron en una entrevista por el origen de mi vocación y pasión por el periodismo, lo tuve muy claro. Me decidí a contar esta ñoña e inverosímil historia de mi infancia; pero, para mí es cierta, es absolutamente verdadera. Aún hoy, al encontrarme en algún momento difícil, me acuerdo de ella.
Siempre pedía a los Reyes Magos un caballo de cartón, año tras año. El caballo nunca aparecía en la mañana del seis de enero. Pero, cuando cumplí siete años, el caballito de cartón estaba allí, erguido, altanero. Era blanco con infinitas manchas negras. Me pasé todo el día cabalgando sobre su lomo frío. Después de galopar durante horas y horas, la piel de mi caballo fue liberando un entrañable calor que me quemaba las ingles.
Cuando llegó la noche, como éramos nueve hermanos y el espacio de nuestra casa era más bien pequeño, mis padres me obligaron a sacar el caballo a la terraza del piso. Aquella noche llovió a cántaros.
A la mañana siguiente, cuando acudí corriendo a ver a mi caballito de cartón, éste yaa en el suelo, deshecho, húmedo, con sus arrugadas hojas de periódico esparcidas por el suelo.
Las recogí una a una, las fui secando sobre el radiador de mi habitación, y las planché con esmero. Los días de aquel nuevo año los pasé leyendo y releyendo las páginas de aquel periódico que con paciencia yo haa logrado recomponer. Llegué a saberme de memoria cada una de sus noticias, cada uno de sus anuncios, cada título, cada entradilla, cada firma.

Desde entonces, lo tuve muy claro. Yo, de mayor, quería ser periodista. Toda mi vida ha sido como si cadaa fuera reconstruyendo pliegue a pliegue aquel caballito de cartón de la inocencia de mis siete años.