miércoles, 31 de octubre de 2007

Cuando cumplí dieciocho años, abrí la caja de cartón que mi abuelo me había dejado en herencia. Entonces vi mi futuro.

domingo, 28 de octubre de 2007

El poeta escribió un verso y las letras empezaron a pelearse entre ellas por ver cuál era más importante.
La "e" reclamaba para sí el primer puesto, porque era el principio de todo, incluso de la palabra "esperanza".
La "a" de "amor" no albergaba duda alguna de su privilegio: de su origen salía lo más bonito del mundo.
La "o" andaba un poco mustia, pues no sabía muy bien por qué palabra combatir, si por la "o" de "amor", en competencia con la "a", o por la "o" de "ilusión".
La "i" puso el punto sobre la discusión, alegando que sin las palabras anteriores no merecía la pena la vida pero que sin su participación en la palabra "morir" nunca existirían las demás porque la vida no encontraría nunca su sentido.
Y el verso volaba solo. El poeta se quedó atónito.

viernes, 26 de octubre de 2007

Me han hablado de un escritor joven que merece realmente la pena. No utiliza ni una sola letra.
Es un tipo que se inventa una historia y, en vez de escribirla, se pone a vivirla, se disfraza, se adapta, y se introduce en sus carnes.
Algunos críticos literarios, ya se sabe, lo tildan de oportunista, un simple actor, y mediocre.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Eutimio se jubilaba al día siguiente y en herencia le dejaba a su hijo el oficio de toda su vida.
Los segundos se escapaban. Eutimio pensó que, si no actuaba con determinación y rapidez, los dos volarían por los aires. Así se comporta el destino.
Era su último día de trabajo. Hasta entonces la faena había sido realizada con la acostumbrada rutina. Aquel tajo no presentaba dificultad. Habían perforado tres agujeros limpios y habían colocado sin contratiempos los cartuchos de dinamita. Eutimio, antes de prender la mecha, como había hecho durante toda su vida , había echado una ojeada a su alrededor, para ver si se le había pasado por alto algún detalle o si el camino de la huida estaba libre y sin obstáculos.
O ahora o nunca.
Hasta entonces no había permitido que su hijo saliera el último. Pero, al día siguiente, se enfrentaría él solo al peligro y sería mejor que la primera vez prendiera la mecha delante de él. Pero el destino siempre acaba por ser traicionero. Al comenzar el chisporroteo, la pared del fondo, la misma que habían perforado para albergar los cartuchos, crujió. El derrabe levantó una polvareda negra y les dejó a ciegas. Eutimio oyó el grito de dolor. Cuando abrió de nuevo los ojos, vio la mano de su hijo aprisionada bajo un bloque de carbón.
Ya no quedaba tiempo. Sabía bien lo que tenía que hacer. Los cartuchos de dinamita estaban a punto de estallar. Se quitó el cinturón. Le hizo un torniquete. Metió la mano en el bolsillo y sacó la navaja. Daría un corte certero.
Miró a su hijo a los ojos. El polvo negro les había resecado los lacrimales.
Eutimio apretó el mango de la navaja, hasta hacerse daño. Y de un tajo seco le sajó la mano. Inmediatamente taponó el chorro de sangre con su camisa y cargó sobre la espalda el cuerpo del muchacho.
Cuando habían recorrido la distancia que les ponía al otro lado del peligro, oyeron en el fondo de la mina la explosión que por esta vez les perdonaba la vida.

lunes, 22 de octubre de 2007

-Dime una letra.
-La "c".
-Dame otra.
-La "v".
-Le daremos candela a la vida.
-Y el tiempo se encargará de consumirla igual que un cigarrillo.

sábado, 20 de octubre de 2007

Mi padre siempre fue un pedante que se empeñó, desde que era una niña, en que lo más importante era la lectura. No cesaba de echarme en cara mi ignorancia. Durante la adolescencia, la principal causa de los enfrentamientos con él era mi falta de afición a los libros. Nunca le satisfizo que en el instituto sacara buenas notas y superara mis estudios universitarios con mejor calificación que la que él había alcanzado. Al final, se rindió y, entonces, yo empecé a leer cada vez con mayor avidez.
Luego, la volvió a tomar conmigo por otro motivo. Decía que poseía muy buenas cualidades para escribir y que era lástima que no las aprovechara. Anduvo detrás de mí para que escribiera cualquier cosa, le daba igual el qué, pero que escribiera. A mí todo aquello me parecía la mayor de las estupideces.
Cuando me marché de su casa, me liberé felizmente del agobio y de la presión enfermiza a la que siempre me había visto sometida.
Como despedida, mi padre tuvo el detalle de hacerme el más increíble de los regalos. Su egoísmo, sus propias frustraciones, su falta de escrúpulos y de respeto hacia mí, su locura, qué sé yo, le llevó al extremo de robarme mis diarios, lo único que había escrito hasta entonces, espejos de mi intimidad que yo había ido redactando desde que era una niña, y pubicarlos con mi propio nombre en una editorial de una amiga suya, dejándome literalmente desnuda frente al mundo.
Para mí, esta última actuación suya había traspasado el límite admisible, y dejé de hablarle, nunca más le visité ni le llamé por teléfono. Se quedó solo.
Pero la publicación de mis diarios fue un éxito y me llovieron las ofertas para la publicación de un nuevo libro. No sé por qué lo hice, imagino que por demostrarle que, si me lo proponía, también sabía escribir otras historias. Desde entonces, no dejé de inventar mundos.
Estos es, señoras y señores, lo que hoy, al recibir este premio a toda mi carrera literaria, quería contarles. Y, como ustedes verán, también en esto se salió con la suya el cabrón de mi padre.
Muchas gracias.

domingo, 14 de octubre de 2007

Aurora Amasol fue una niña distinta a las demás. Al año le leía a su abuela libros de recetas del siglo XIX para ayudarla en el trabajo de la cocina. A los dos años y medio entretenía sus juegos interpretando en voz alta el "Poema de Mío Cid" o "La Auracana". A los cinco, andaba releyendo por las esquinas de la casa el "Quijote", unas veces riéndose a carcajadas, otras reconcentrada en alguno de sus párrafos. A los diez años, mediante una orden directa del Ministro de Educación, ingresó en la facultad de Ciencias Matemáticas; a los doce, acabó la licenciatura con matrícula de honor. Inmediatamente, comenzó su doctorado.
Aurora Amasol cultivaba la costumbre de registrar todas las noches en un cuaderno los episodios más importantes de su vida. Su escritura se destacaba por una prosa detallista, un desarrollo conceptual sólo aparentemente sencillo y con las piezas justas, una precisión sin equívoco alguno en el uso de las palabras. Pero una noche a Aurora Amasol se le atravesaron las líneas de su escritura. Narraba lo que le había sucedido aquella mañana. Al entrar en la facultad, había tropezado en el último escalón y se cayó. En su ayuda había acudido un chico de segundo curso pero mucho mayor que ella.
Se empezó a oscurecer el blanco del papel precisamente cuando intentaba definir el sentimiento exacto que aquel chico le había incrustado por todo el cuerpo. Dudó, escribió y borró, siguió pensando, acudió a varios diccionarios, y no encontró la palabra exacta. Así continuó varios días dedicada exclusivamnte a buscar una palabra, sólo una, que simbolizara con fidelidad lo que había sentido cuado apareció aquel chico para ayudarla a levantarse del suelo. Libros de todo tipo se le fueron amontanando sobre la mesa. Ella no salía de la habitación. Estaba convencida de que la única manera de enfrentarse a aquella nueva situación era concocer con transparencia lo que le había sucedido. Su único alimento era un café caliente por la mañana y un vaso de leche fría que su madre le llevaba por las noches. Nunca halló lo que anhelaba con todas sus fuerzas. Y la ignorancia la paralizó, el miedo le impedía actuar. Un día al amanecer su madre la encontró dormida para siempre. El chico desconocido nunca se enteró de la verdadera historia de Aurora Amasol.

viernes, 12 de octubre de 2007

Aquella noche soñé que, a la mañana siguiente, me levantaba y salía a la calle.
Percibí que la gente me miraba con asombro. Apenas había andado unos pasos cuando me percaté de que iba desnudo, completamente manifiesto. Y no me importaba nada.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Mi abuelo siempre me recordaba lo sagrado que era la amistad y no paraba de contarme aventuras para que comprendiera lo importante que era poder considerar a alguien como un verdadero amigo. Una de aquellas historias que nunca llegó a olvidárseme, quizás porque ya de niño me parecía absurdamente trágica, trataba de dos hombres, uno de los cuales había renunciado a su novia, a la cual amaba hasta quemarse, porque se había enterado de que también le gustaba a su amigo, quien dos meses después empezó a salir con ella y un año más tarde se casó.
Ayer supe, sin realmente quererlo, que el hombre que había sido capaz de ceder la novia a su amigo era mi propio abuelo. Desde entonces, miro con pena a mi abuela y no dejo de preguntarme si fue de verdad amada por la persona que hasta ahora más he admirado y respetado en mi vida.
Cuando tenía nueve años, mi padre se quedó en paro e hipotecado hasta las cejas. El banco se nos llevó la casa, el coche y aun más cosas de las que poseíamos.
A pesar de no disponer ni de calderilla, al aparecer los primeros vientos y llegar el día de mi cumpleaños, mi padre se las arregló para que a mí no me faltara un regalo.
Era una caja de madera, grande y hueca, con dos agujeros redondos en una de sus caras. Se llamaba la caja de los sueños. Mi padre la había construido y fue él mismo quien puso las reglas del juego: debía introducir los brazos en la oquedad de la caja a través de los agujeros, apoyar la frente sobre la madera fría y soñar todo aquello que yo deseara.
Al principio, me pareció un juguete demasiado sencillo y soso. La caja no pesaba nada y la madera estaba sin lijar ni pintar. Pero, durante muchos años fue mi juego preferido y con él me pasaba las horas tontas transformándolas en mis fantasías.
Aún la conservo. Mis hijas no quieren jugar con ella porque dicen que es muy pesada y que apenas pueden arrastrarla. De hecho, ya me lo había advertido mi padre: cada sueño que fabriques quedará en la caja y ésta irá aumentando de peso.
Cualquier día de éstos me pondré a construir una nueva caja de los sueños para mis hijas.

miércoles, 3 de octubre de 2007

-Tu abuelo Armando había nacido con un don. No podía mirar a nadie a los ojos porque decía que en sus pupilas veía sus miserias, y se deprimía mucho. El día que comenzamos a salir de novios me confesó que era la primera vez que era capaz de aguantar la mirada de otra persona porque en mis ojos sólo veía su reflejo. Y, desde entonces, no nos separamos un solo día. Hasta ayer. Y ahora, cariño, duérmete, que mañana será otro día.
Según iba escribiendo, las letras se iban transformando materialmente en aquella mujer y en aquel hombre que describía y, según la tinta de su pluma teñía el papel, los dos enamorados se cogían de las manos y se abrazaban.
Sintió una nostalgia insufrible.Tiró la pluma sobre la mesa, agarró el papel, lo rompió en cuatro pedazos y lo tiró al fuego.
Fue precisamente en aquel momento cuando rompió a llorar porque se dio cuenta de que en aquella otra ocasión de hacía ya mucho tiempo tampoco había sido lo suficientemente valiente.