domingo, 30 de septiembre de 2007

Al borde de la muerte, después de todas las batallas y aventuras de su vida, le dio por pensar que no había habido tiempo más emocionante que aquella eternidad durante la cual no acababa de decidirse a decir te amo a aquella mujer que ahora le clavaba en los suyos sus ojos húmedos.

viernes, 21 de septiembre de 2007

La soledad le daba alergia. Sin pérdida de tiempo recogió en correos el paquete. Tenso por la emoción abrió la caja y sacó con el mayor cuidado el águila y la golondrina mecánica. Siguiendo el manual de instruciones las entrelazó ajustadamente poniendo el máximo ciudado en que el aspa girara a la izquierda, bien atornillada al pico de la golondrina. No podía esperar más. Le devoraban unas irresistibles ganas de volar. Sólo faltaba que soplase una ligera racha de viento.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Sergio llevaba un mes obnubilado con la historia. De cada día apenas le quedaba tiempo para comer y dormir un par de horas.
Y el libro acabó por encariñarse con el niño. Una noche, el libro se abrió solo sobre la mesa, alargó las tapas como dos manos gigantescas, lo agarró por los hombros y lo sumergió en las profundidades de su interior.


jueves, 13 de septiembre de 2007

Aburrido, el niño subió al desván. En una esquina encontró una maleta vieja. La abrió. En su interior había un montón de letras de colores. Se pasó toda la tarde haciendo castillos de palabras. Cuando había conseguido una construcción que le gustaba, se quedaba quieto, contemplándola ensimismado. Después, le daba un manotazo y comenzaba de nuevo a mezclar las letras hasta levantar un castillo nuevo.
Durante la cena, el niño comentó el hallazgo de la maleta en el desván y el descubrimiento de un juego distinto. El padre, preocupado por la excesiva imaginación de su hijo, le cortó en seco:
-Eso son cuentos.
-Lo mismo pensé yo -respondió el niño.

José Ramón llevaba tiempo tramando su estrategia. Actuaría con ataques agresivos e hirientes; al final, sólo quedaría la puntilla.

Cuando abrió la puerta, su mujer estaba colgando el teléfono. Todavía llegó a oírle la despedida.
-Necesitaríamos un milagro.
José Ramón atacó desde el principio y con dureza. Había decidido que aquel sería el día decisivo.
-¿Todavía no está la cena? No me extraña, te pasas el día hablando por teléfono.
-Claro que ya está, cariño -respondió Julia-. De hecho yo ya he cenado. Me asaltó el hambre de repente y no pude resistirme.
-Pero, ¿es que no ves cómo te estás poniendo? -José Ramón aprovechó la oportunidad que se le presentaba-. Acabarás como una foca, porque el estatuto de gorda ya lo has conseguido con holgura.
-Tienes razón. He de cuidarme. Si no, dejaré de gustarte. Y todo por mi culpa. Pero es que...
Esta era la ocasión de una victoria definitiva: lograr que admitiera sus defectos y cortarle la retirada.
-La verdad es que ya lo has conseguido.
-¿El qué, cielo? -preguntó la mujer no queriendo creer lo que estaba escuchando. Sería demasiada suerte.
-Está muy claro -apuntilló su marido-. Ya no me gustas. Por no cuidarte, porque parece que no te importa nada nuestra relación -debía ser sibilinamente lacerante en su razonamiento y certero en su golpe final- lo has estropeado todo. ¿Cómo voy a estar enamorado de una mujer así? Precisamente hoy, ya he tomado la decisión, porque lo que no quiero es engañarte con mis sentimientos.
El resto le resultó fácil. Así no podían seguir. Una relación se mantiene con el esfuerzo de los dos y ella no había luchado para captar la admiración y el deseo de su marido. Al final, no sólo la llamó foca sino ballena varada. Casi se arrepintió de utizar más crueldad que la estrictamente necesaria, pero ella se echó a llorar y, entre suspiros, le dijo que no se preocupara por ella porque entendía perfectamente que quisiera separarse.
José Ramón, aliviado con el resultado obtenido y reconfortado por la facilidad con la que había conseguido la victoria, se fue de casa aquella misma noche. Ahí empezaba su libertad.
A la semana siguiente, cuando estaba comiendo en el bar de la esquina, solo y, a decir verdad, aburrido, porue su compañera de trabajo, veintitrés años menor que él, había rechazado con cierta soberbia su invitación, vio pasar al otro lado del cristal a toda una hembra. Se sentía libre y feliz: ahora todas las mujeres estaban a su alcance. Luego, antes de que la figura de la mujer desapareciera de su vista, quiso encontrarle cierto parecido con alguna otra mujer conocida. Y, cuando abrió bien los ojos justo en el momento en que aquella imagen se volatizaba, fue cuando ella acarició la oreja a su acompañante de una forma como no había viso hacer a ninguna otra mujer salvo a una.
-Coño, pero si es mi Julia. Y la muy puta va con otro maromo.
Hasta que la sopa no se le quedó congelada la sopa en el plato, José Ramón no dejó de darle vueltas a lo que le había escuchado a su mujer la última noche cuando él había llegado a casa y ella estaba a punto de colgar el teléfono: "Necisitaríamos un milagro".
-Y yo,como un gilipollas, se o puse a huevo -murmuró de tal modo que todo el mundo le oyó.


Nunca más hablamos de lo sucedido. Los mayores impusieron silencio a los niños y el alcalde, a todos.
Amado Castillo Astralabán había anunciado su suicidio con mucha antelación. Pero nadie lo escuchó.
Aquel viernes, a las ocho y media de la tarde, subió hasta la torre del campanario. Al principio, nadie se percató de que era la hora señalada; más tarde, las risas de algunos y los gritos de asombro de los otros congregaron alrededor de la torre a todo el pueblo.
Cuando el reloj del ayuntamiento dio el toque de la media, Amado Castillo Astralabán miró hacia abajo y se clavó en los ojos de su madre que había sido la última en llegar. Fueron unos instantes interminables de incertidumbre y de silencio. De pronto, la madre se puso a llorar desesperadamente, con un ataque de rabia irrefrenable, igual que una niña desconsolada. Su hijo le respondió con un grito desgarrador que nos cortó la respiración a todos los presente y, acto seguido, se lanzó al vacío.
A partir de entonces nadie pudo hablar de lo sucedido. El alcalde comentó que no quería que el pueblo se llenara de curas, buscavidas y periodistas. El milagro debería quedar en secreto.
Pero no hay olvido.
Todos los siete de septiembre se reúne el pueblo entero bajo la torre de la iglesia, y mira, callado, aún sobrecogido, hacia el punto infinito del cielo por donde se escapó Amado Castillo Astralabán.
Nadie habla.
Sólo de vez en cuando algún niño se atreve a preguntar en voz baja a su padre:
-¿Verdad, papá, que Amado Castillo Astralabán cayó hacia arriba?