miércoles, 31 de diciembre de 2008

Nunca llegué a conocer su nombre. Se puso en la esquina, tan sólo se miraba las manos. De verdad que era callada. Hasta llegó un momento que ni consigo misma parecía hablar. Y fue entonces cuando comenzó a cambiar de color, y se hizo más aérea, casi transparente. Y, sin poder evitarlo, empezó a diluirse hasta que... hasta que desapareció. Pero sobre su mesa, como si fueran sus huellas, nacieron unas hojas, las hojas de un cuento, el cuento de su vida, y un billete para que yo viajara hacia su mundo particular, hacia su universo de fantasía. Mañana me iré de viaje. Y eso que aún no conozco su nombre.

domingo, 23 de marzo de 2008

A los cuatro años aún no hablaba ni había aprendido a escribir. Y, sin embargo, mientras otros niños aprendían la vida en la escuela o en el mundo de sus juegos, Ricardo pasaba las horas del día y parte de la noche leyendo los libros que su abuelo materno atesoraba en su casa. A los nueve años, el maestro de pueblo aconsejó a su madre que lo sacara de la escuela porque consideraba que su estancia allí era una pérdida de tiempo: se mostraba un niño absorto en sí mismo y aislado del resto de los compañeros, solamente se relacionaba con ellos cuando se pasaba horas contándoles historias que él modelaba a partir de las que absorbía en sus interminables lecturas. Ante las preguntas de su madre, desorientada y entristecida, Ricardo le confesaba una única respuesta:
-Hace ya mucho tiempo, mamá, que me perdí en el indescifrable laberinto de las letras.
Tenía entonces nueve años. A partir de ahí, su única conexión con el mundo era su abuelo; y con sus sueños, los libros.
A los cuarenta y cuatro años, después de treinta y cinco sin pisar la calle, dejó de leer. Y comenzó su carrera de escritor. Todo lo demás ya lo conocéis a través de sus obras.
Hoy es un mal día para los amantes de las letras, porque Ricardo Cuerto Llamuza ha muerto.

domingo, 16 de marzo de 2008

Una madrugada se despertó riéndose a carcajadas. Comprendió entonces que lo único que le hacía feliz eran los sueños.

jueves, 10 de enero de 2008

En el otoño de 1949 los últimos maquis caíamos en retirada. Las botas de la Guardia Civil franquista nos pisaba mortalmente los talones. Nuestra última esperanza era huir y cruzar la frontera.
Aquel trece de octubre me taladró el pecho la emoción más intensa de mi vida. Siempre había tenido miedo de no ser lo suficientemente valiente para cumplir mi palabra. Pero, cuando llegó el momento, apreté el gatillo con decisión y sin dudar. Me sentí aliviado.
Monte arriba los guardias civiles galopaban sobre nuestras espaldas. Pablo cayó sobre un mar de helechos, herido en una pierna. Lo intentó pero no pudo levantarse. Yo retrocedí unos pasos hasta su encuentro.
-Ya sabes lo que has de hacer.
Colgué al hombro la ametralladora,saqué de la cartuchera mi pistola y apunté a su sien izquierda.
-De frente, Andrés. Quiero ver tu última sonrisa.
El revoloteo de mil alas negras ahogó en el bosque el eco del disparo.

domingo, 6 de enero de 2008

(Sobre un relato de Forges en la radio.)
Cuando aquella tarde me preguntaron en una entrevista por el origen de mi vocación y pasión por el periodismo, lo tuve muy claro. Me decidí a contar esta ñoña e inverosímil historia de mi infancia; pero, para mí es cierta, es absolutamente verdadera. Aún hoy, al encontrarme en algún momento difícil, me acuerdo de ella.
Siempre pedía a los Reyes Magos un caballo de cartón, año tras año. El caballo nunca aparecía en la mañana del seis de enero. Pero, cuando cumplí siete años, el caballito de cartón estaba allí, erguido, altanero. Era blanco con infinitas manchas negras. Me pasé todo el día cabalgando sobre su lomo frío. Después de galopar durante horas y horas, la piel de mi caballo fue liberando un entrañable calor que me quemaba las ingles.
Cuando llegó la noche, como éramos nueve hermanos y el espacio de nuestra casa era más bien pequeño, mis padres me obligaron a sacar el caballo a la terraza del piso. Aquella noche llovió a cántaros.
A la mañana siguiente, cuando acudí corriendo a ver a mi caballito de cartón, éste yaa en el suelo, deshecho, húmedo, con sus arrugadas hojas de periódico esparcidas por el suelo.
Las recogí una a una, las fui secando sobre el radiador de mi habitación, y las planché con esmero. Los días de aquel nuevo año los pasé leyendo y releyendo las páginas de aquel periódico que con paciencia yo haa logrado recomponer. Llegué a saberme de memoria cada una de sus noticias, cada uno de sus anuncios, cada título, cada entradilla, cada firma.

Desde entonces, lo tuve muy claro. Yo, de mayor, quería ser periodista. Toda mi vida ha sido como si cadaa fuera reconstruyendo pliegue a pliegue aquel caballito de cartón de la inocencia de mis siete años.

domingo, 30 de diciembre de 2007

Cada noche, cada mes, cada fin de año, diseñaba nuevos proyectos, se marcaba altas metas, imaginaba grandes aventuras, fabricaba sueños en lo que invertía ilusión y esfuerzo. Pero nunca lograba construir sus quimeras. Esta es la gran historia de aquel pequeño hombre, que nunca se pudo escribir porque su mayor éxito radicó en sobrevivir al continuado fracaso.
Hay quien dice que la verdadera historia se ha ido moviendo con el engranaje de hombres de esta envergadura.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Nunca lloré tanto ni tan estúpidamente como aquel veinticinco de diciembre cuando, siendo un niño corrí a buscar mi regalo que estaba debajo del árbol de navidad. Era una caja de cartón adornada con un vistoso lazo rojo. Ávidamente la abrí y con estupefacción vi que estaba casi vacía. Allí no había ninguno de los juguetes que cualquiera de los niños de aquella época habíamos pedido. Allí sólo había un bolígrafo azul y un montón de papeles en blanco. Entonces no lo entendí sino como un castigo. Estuve dos meses sin dirigirle la palabra a mis padres. Me sentí tan solo, tan vacío como la misma caja de cartón y tan desprotegido que, desde entonces, no he hecho otra cosa sino buscar nuevos mundos a través de las palabras.