miércoles, 24 de octubre de 2007

Eutimio se jubilaba al día siguiente y en herencia le dejaba a su hijo el oficio de toda su vida.
Los segundos se escapaban. Eutimio pensó que, si no actuaba con determinación y rapidez, los dos volarían por los aires. Así se comporta el destino.
Era su último día de trabajo. Hasta entonces la faena había sido realizada con la acostumbrada rutina. Aquel tajo no presentaba dificultad. Habían perforado tres agujeros limpios y habían colocado sin contratiempos los cartuchos de dinamita. Eutimio, antes de prender la mecha, como había hecho durante toda su vida , había echado una ojeada a su alrededor, para ver si se le había pasado por alto algún detalle o si el camino de la huida estaba libre y sin obstáculos.
O ahora o nunca.
Hasta entonces no había permitido que su hijo saliera el último. Pero, al día siguiente, se enfrentaría él solo al peligro y sería mejor que la primera vez prendiera la mecha delante de él. Pero el destino siempre acaba por ser traicionero. Al comenzar el chisporroteo, la pared del fondo, la misma que habían perforado para albergar los cartuchos, crujió. El derrabe levantó una polvareda negra y les dejó a ciegas. Eutimio oyó el grito de dolor. Cuando abrió de nuevo los ojos, vio la mano de su hijo aprisionada bajo un bloque de carbón.
Ya no quedaba tiempo. Sabía bien lo que tenía que hacer. Los cartuchos de dinamita estaban a punto de estallar. Se quitó el cinturón. Le hizo un torniquete. Metió la mano en el bolsillo y sacó la navaja. Daría un corte certero.
Miró a su hijo a los ojos. El polvo negro les había resecado los lacrimales.
Eutimio apretó el mango de la navaja, hasta hacerse daño. Y de un tajo seco le sajó la mano. Inmediatamente taponó el chorro de sangre con su camisa y cargó sobre la espalda el cuerpo del muchacho.
Cuando habían recorrido la distancia que les ponía al otro lado del peligro, oyeron en el fondo de la mina la explosión que por esta vez les perdonaba la vida.

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