miércoles, 10 de octubre de 2007

Cuando tenía nueve años, mi padre se quedó en paro e hipotecado hasta las cejas. El banco se nos llevó la casa, el coche y aun más cosas de las que poseíamos.
A pesar de no disponer ni de calderilla, al aparecer los primeros vientos y llegar el día de mi cumpleaños, mi padre se las arregló para que a mí no me faltara un regalo.
Era una caja de madera, grande y hueca, con dos agujeros redondos en una de sus caras. Se llamaba la caja de los sueños. Mi padre la había construido y fue él mismo quien puso las reglas del juego: debía introducir los brazos en la oquedad de la caja a través de los agujeros, apoyar la frente sobre la madera fría y soñar todo aquello que yo deseara.
Al principio, me pareció un juguete demasiado sencillo y soso. La caja no pesaba nada y la madera estaba sin lijar ni pintar. Pero, durante muchos años fue mi juego preferido y con él me pasaba las horas tontas transformándolas en mis fantasías.
Aún la conservo. Mis hijas no quieren jugar con ella porque dicen que es muy pesada y que apenas pueden arrastrarla. De hecho, ya me lo había advertido mi padre: cada sueño que fabriques quedará en la caja y ésta irá aumentando de peso.
Cualquier día de éstos me pondré a construir una nueva caja de los sueños para mis hijas.

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