lunes, 10 de diciembre de 2007

Cuando acabé el instituto, di también por finalizados mis estudios en el conservatorio de música y abandoné la viola en una esquina de mi habitación. Al otoño siguiente, me fui a Madrid a estudiar Periodismo. Desde luego que no me llevé la viola. Había quedado saturada y hasta asqueada, no sentía ningún deseo por coger el arco y pulsar sus cuerdas. Así pasaron dos años.
Una tarde, cuando llegué a mi habitación de la residencia, allí estaba, como si nunca se hubiera movido de aquella esquina, mi viola. Nadie supo explicarme cómo había venido. En todo el año no abrí el estuche y, cuando acabó el curso, la dejé abandonada junto con otros trastos inservibles.
Al año siguiente alquilé un piso y no habían pasado tres días cuando volvió a aparecer mi viola en una de las esquinas de mi nueva habitación. Ya no me sobresalté. La viola, callada y en su rincón, no me molestaba. Ni yo a ella. Cuando acabé la carrera, me fui a Londres para ampliar estudios. Y, ya antes de que yo llegara a mi nueva residencia, allí estaba otra vez mi viola, tranquila, solitaria. Así acabé acostumbrándome a su presencia, pero nunca encontraba ni el momento ni el gusto para abrir su estuche, menos para tocarla. Pero acabamos siendo buenas compañeras de silencios, cada una en su esquina, sin ninguna discusión. Y poco a poco el tiempo acabó por difuminar los agravios y malentendidos de otros tiempos que pudieran haber existido entre las dos.
Desde entonces he viajado por muchas ciudades de todo el mundo. Confieso que lo primero que hacía cuando llegaba a la habitación de un hotel o a mi nueva casa era buscar la viola por alguna esquina. Me acostumbré a su conversación, viéndola allí, siempre a mi lado, sin mostrar inquietud alguna, como quien ha aprendido a sentirse segura de sí misma, cómodamente instalada en su funda.
La tarde que nació mi hija fue diferente. La ginecóloga y las enfermeras debieron de pensar que era una snob o que estaba loca. Cuando más me apretaban los dolores de contracción y no quedaba más que esperar al tiempo, sentí la necesidad por primera vez en muchos años de abrir la cremallera de aquel estuche, ya raído por el trajín de tanto viaje, y me puse a tocar. Nunca había oído un instrumento peor afinado, pero nunca nadie me embargó con tan dulce alivio. Desde aquel día no he realizado un solo viaje sin que ella no me acompañara a mi lado.
Esta mañana mi hija me ha dicho que la viola es mágica, que, cuando la toca, ella le habla. Y yo me he callado, aún no me he atrevido a contarle la historia.

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