martes, 11 de diciembre de 2007

Siempre intentaba que sus verdaderos sentimientos no afloraran a la piel de su rostro. Cuando cada mañana se lavaba la cara delante del espejo, ensayaba hasta encontrar la mueca que le borrara ante los demás el dolor, el asco y el resentimiento que llevaba escritos en la frente.
Como todas los días, aquella mañana dirigió su cuerpo entumecido hacia la habitación del más pequeño de la familia en cuya casa trabajaba como criada desde el final de la guerra. De su propio hijo se acordaba a lo largo de todo el día, pero muy especialmente en aquellos momentos en los que caminaba por el largo pasillo desde su cuarto de criada hasta la habitación de Luis Alberto, el hijo de los señores. Con los ojos aún legañosos soñaba que caminaba hacia la habitación de su propio hijo, que abriría muy despacio la puerta, que se aproximaría muy despacio a su cama, que se quedaría a su borde viéndolo dormir plácidamente, que le daría un beso en la frente. Pero, al llegar a la puerta de la habitación de Luis Alberto, se peinaba con la uñas alisándose el pelo como si tratara de ahuyentar una pesadilla, respiraba hondo, tosía bajo y giraba despacio la manilla. Con el mismo ritual intentaba olvidar la imagen de su hijo en el hospicio, al que podía visitar un domingo cada tres meses.
Entró en la habitación oscura y se acercó a la ventana para descorrer las cortinas. La luz de la mañana inundó la habitación. Luis Alberto la recibió con los ojos abiertos y vidriosos.
-¿Ya está el señorito despierto?
-Sí. Esta noche he dormido muy mal. He tenido un mal sueño.
-¿Y qué es lo que soñó el señorito?
-Que no podía cumplir un deseo.
-¿Un deseo? -preguntó ella-. El señorito puede desear lo que quiera. Al señorito siempre se le cumplen todos los deseos.
-Pero, no. Éste no podía alcanzarlo. Soñaba que deseaba ser rico y que nunca lo lograría.Y,¿sabes por qué? Porque ya soy rico. ¿Verdad que ya soy muy rico? Es terrible. Ya conozco un deseo que nunca nadie me podrá conceder -le contestó Luis Alberto rompiendo a llorar desconsoladamente.
-Los señoritos no lloran, Luis Alberto. Los niños como usted nunca lloran -le decía ella acariciándole la frente con ternura y dejando huir su mirada por el horizonte que se extendía al otro lado de la ventana para que nadie le notara en el rostro el desprecio profundo que en aquellos momentos sentía.



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